Treinta años son nada, las mismas caras,
solamente un poco más arrugadas
por las olas y corrientes del tiempo,
los mismos gestos e iguales sonrisas
que en los días en que todo empezaba
y la vida se abría como el mar.
Treinta años pasaron, apenas una
cabezada, un pequeño sueño corto,
entre la juventud gloriosa plena
de miradas cómplices y de viajes
hasta donde acababa la noche,
y este despertar en la madurez.
Treinta años parecían y tan solo
supusieron un recorrido apócrifo
en el que no llegamos a movernos
del sitio, nunca, a pesar de vivir
largo en ajenos mundos inconexos,
se rompió el fuerte lazo adolescente.
Treinta años, toda una vida o apenas
el aleteo de una mariposa.