El tiempo se detiene un día de verano y el resto del año tratamos de rescatar su recuerdo. Detenidas las horas, no hay desasosiego. Nada nos arrastra tras lo inalcanzable, no hay anhelo tras lo desconocido ni ansiedad pegada a la piel.
Tu tiempo quizá se detuvo en la falda de una montaña, frente a la tentación húmeda y dorada de una caña en aquella terraza o mirando esos ojos que te reflejaban promesas. El mío se paró rozando el mar tan deseado, allí donde no veía el horizonte y quedaba el sol como testigo de que todo lo amado va hacia algún lugar desconocido y, a su tiempo, regresa.
Regresará como la calma un día, tan certera como el frío, tan inevitable como la vuelta al desasosiego de otoño. Volveremos a sentir la inquietud de estar en el lugar equivocado, con los sentimientos verdaderos o inciertos, con la duda bailando sobre los minutos que se nos van en ir y volver, en estar y no ser, en tratar de entender y no comprender nada.
Sin días de verano, correremos sobre las horas que se deshacen en esfuerzos estériles, en afectos vanos y miserias veniales. Vamos donde queremos y algo nos empujará contra lo que no queremos. El desasosiego nos llevará de uno a otro, jadeando, ahogados, buceando entre mentiras y algunas verdades. De su mano iremos por fracasos desconocidos y triunfos fugaces, por aceras desgastadas de tanto dejar nuestras huellas. De tu rostro al mío, de una distancia a otra, de una hora a la siguiente.
Y en ese desvelo, se sufre y se goza, y en él se intuye el juego que alguien llamó realidad.
“Soy como alguien que busca a ciegas, sin saber dónde ocultaron el objeto que no le dijeron qué es. Jugamos a las escondidas con nadie.” Fernando Pessoa.
